13 sept 2007

¿De qué hablamos cuando hablamos de animación a la lectura?

¿De qué hablamos cuando hablamos de animación a la lectura?

Resulta baladí responder a esta pregunta, pues hoy todo parece estar necesitado de animación. Se hace animación en los hoteles, en las escuelas, en las residencias de la tercera edad, en los hospitales, en las bibliotecas, en los museos, en las cárceles, en las iglesias, en la calle...

Es tal el abanico de actividades que pretende abarcar la animación que resulta harto difícil entender lo que se quiere decir con tan manido vocablo. Sobre todo cuando se habla de Animación sociocultural.

La animación se aplica como una panacea universal, un fármaco curalotodo, una fórmula magistral estimulante contra el desencanto.




Los creyentes en esta casi religión, obnubilados por su fe, ponen en cuestión cualquier movimiento político o social que no ejerza sus liturgias.

Hasta la Real Academia Española, lenta para otras incorporaciones, ha incluido el vocablo animación definiéndolo así:

«Conjunto de acciones destinadas a impulsar la participación de los individuos en una determinada actividad, y especialmente en el desarrollo sociocultural del grupo de que forman parte».

La animación se ha olvidado de lo de la participación y el desarrollo y se ha enganchado a la diversión. Su meta es distraer, como ya traté de explicar en «La obsesión por divertir» (artículo aparecido en este periódico el 5 de julio de 2007).

Una maestra contaba que había oído decir a un niño: «Yo lo paso muy bien cuando hay en el cole animación a la lectura, pero leer no leo, porque me aburre». Contradicción ésta que debería percibirse como una señal inequívoca de alarma, de que algo no va bien en la dichosa animación, puesto que no consigue los fines que se propone.

La animación a la lectura se parece cada vez más a una cruzada. Los animadores, pertrechados en su fe, se lanzan a rescatar la lectura que se halla en poder del infiel. En toda cruzada hay algo sagrado que moviliza su recuperación y un contumaz enemigo que lo impide.

Lo sagrado, lo sublime para estos cruzados, es la lectura; el obstinado enemigo, la televisión y demás mefistofélicas pantallas.

Los animadores de la lectura, en vez de instarnos a leer, pretenden azuzarnos contra el enemigo, que empezó tomando la sala de estar y que ahora no sólo ocupa casi todas las dependencias de la casa, sino que se ha instalado, como un alienígena inquietante, hasta en el interior de nuestros bolsillos.

Y la metáfora toma cuerpo real en los numerosos encuentros que congregan con cierta frecuencia a este Ejército de Salvación. En ellos, estos profetas de la lectura predican sobre sus bondades y la catástrofe de su pérdida. En sus machacones sermones, insisten, sobre todo, en los terribles peligros de «las drogas que se enchufan». Y, con clamor apocalíptico, nos exhortan a desengancharnos de esos objetos malignos de mirada diabólica que nos hacen suyos y nos reducen a la esclavitud más abyecta.

Y no es que estos cruzados sean lectores empedernidos, qué va. Son los acólitos de una devoción que, en general, practican poco. Lo que caracteriza este dogma es la fe de sus creyentes, no su práctica. Así, entre ellos, no es difícil encontrar personas cuya ignorancia sobre los niños es casi tan grande como su ignorancia sobre los libros. Si para ellos el enemigo es cualquier pantalla, el amigo no es el libro.

Con amigos como ésos la lectura no necesita enemigos.

Cualquiera puede ser animador a la lectura. No hace falta preparación ni conocimiento alguno. Este apostolado exige, sobre todo, creer y tener buena voluntad. Porque ser cruzado es cuestión de fe, no de conocimiento. Aunque, para ellos, las pantallas son el gran mal, piensan que nacemos con una propensión negativa hacia los libros.

En una comida de un curso de periodismo e infancia, me comentaba un entusiasta profesor que él utilizaba la película «Shrek» como modelo de guión para trabajarlo con sus alumnos universitarios. Le comenté que era una de las películas preferidas de mi hijo, entonces de 3 años. A mi lado se encontraba el joven director del curso del que yo era uno de los profesores. Me giré y le pregunté si había visto la película: «¡Ni la vi ni la pienso ver!», me espetó en un tono tan inesperado, cortante y desabrido que no admitía réplica. A continuación se volvió hacia otro interlocutor para iniciar una conversación más enjundiosa. Sólo le faltó decir que, al enemigo, ni agua.

Si me hubiera dado ocasión, le hubiera contado que mi hijo veía películas y escuchaba cuentos. Que los cuentos eran tan imprescindibles para él como la comida o más, dado que podía pasarse sin alimentar su cuerpo, pero no podía prescindir sin alimentar su mente. De ahí que la frase que más se le oye repetir cuando alguien hace una pausa en la historia que le está narrando es: «Sígueme contando».

Si estos apocalípticos, si estos cruzados de la lectura investigaran las causas de por qué se lee tan poco, se darían cuenta de que los niños no nacen no lectores, sino que, a muchos, se les hace no lectores desde que nacen, y que precisamente ellos son también responsables de ese mal de aborrecimiento a la lectura que ellos tratan de combatir.

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