Publicado por: Laura González Barro
Texto escrito por: Laura González Barro
Ese joven treintañero que va por el Paseo de Gracia
acompañado pero sin estarlo porque no está por lo que tiene que estar,
ese que viste con un toque de elegancia, resuelto y apuesto que camina
con prisas tirando del que va a su lado es Jaime.
Aquél
que va a su lado con cara de circunstancia y miedo porque se puede
caer ya que ni de lejos puede seguir el ritmo de Jaime y que intenta
mantener el control de todo sujetando la mano de Jaime con fuerza y
apretándose con el dedo índice de la otra mano el puente de las gafas,
así, todo junto y sin pausas, aquel que todavía se hace un galimatías
cada vez que le toca atarse sus zapatos negros de cuando va a tocar a pesar de ser también un treintañero y que no le gusta que el mundo vaya tan rápido a su alrededor es Luis.
Jaime
y Luis son hermanos. Jaime y Luis nacieron el mismo día. Jaime y Luis
son gemelos. Aunque nadie lo crea. Pero es así. Luis es una copia
apagada de Jaime, un negativo de reserva que nunca tendrá una
oportunidad para brillar porque simplemente no puede.
La
gente cree que Luis no entiende mucho, pero simplemente Luis no quiere
entender. Sabe muy bien que es mejor hacerse el sordo cuando la gente
le dice a su hermano como si él no les escuchara que hay que ver que
mala suerte que tuviera que nacer tontito. Y Jaime se irrita y
dice que su hermano no es tontito, es especial. Y le defiende y le
protege con la fuerza con la que lleva protegiéndolo desde pequeño. Y
es que aunque Luis no entienda muy bien de emociones cree que su
hermano, el que brilla, se siente culpable.
Jaime
cree que si se hubiera dado prisa en salir de Conchita y no se hubiera
rezagado, Luis no se hubiese tenido que estar dentro más tiempo de lo
previsto y hubiese nacido sano. Y tiene razón. Pero Luis que no es
tontito, sino especial, piensa que eran pequeños y que qué iba a saber
Jaime lo que es un parto. Luis jamás le perdonó porque nunca hubo nada
que perdonar. Jaime no dejará nunca de culparse a sí mismo.
Cuando salió Jaime, Conchita sonrió y le contempló un momento antes de seguir soplando por la boca y empujando al son de empuja, empuja.
Y es que Conchita prefería escuchar ese enérgico empuja antes que a
los médicos que comentaban algo de unas complicaciones en el parto. Así
que Conchita empujaba con desespero, sin pausa, sin intención de
rendirse, imaginándose a un Luis sano. Así hasta que salió, y cuando
salió, lloró. Pero no lloró como quien llora por un por fin ni
quien llora de alegría, lloró con desgarro y con las manos en un puño
sobre el pecho intentando que su corazón desquebrajado no se saliera de
allí mientras los médicos se llevaban a Luis a la UCI neonatal.
Conchita
al principio no paraba de llorar. No lloraba porque no quisiese a
Luis, sino porque creía que Luis era consciente de su situación y se le
quería morir. Apenas comía y lloraba sin descanso, como quien no
quiere estar en un sitio por más tiempo y mira de apagarse de alguna
forma. Lloraba no porque su hijo fuese especial, sino porque pensaba
que a vaya mierda de mundo le había traído, que era todo injusto
y más que injusto y que seguro que a su pobre niño se lo iban a
marginar. Y todo eso lo pensaba muy rápido mientras separaba los
baberos de Jaime de los de Luis. Y tan rápido como lo pensaba, más
rápido aún empezaba a llorar, y a Conchita que se le empañaban los ojos
y ya no sabía qué baberos eran los de Jaime y cuáles los de Luis, los
cogía todos y se los apretaba contra el pecho llorando mientras
gimoteaba ay, mi niño, mi niño, qué desgracia, mi niño. Y Paco,
el marido, que intentaba sacar a Luis de su llanto mientras Jaime
dormía y miraba por el marco de la puerta de la habitación de los niños
y veía a Conchita llorar, se daba media vuelta pensando si no sería
ahora Conchita la que se volvería un tanto especial y que no era para
tanto. Y lo pensaba al son de un ea, ea, ea, mi niño que me llora, ea, ea, ea, tu papi está aquí.
Pero
Conchita también sonrió de felicidad, y vaya con la intensidad de su
sonrisa. Sonrió, divertida, con las primeras preguntas curiosas de
Jaime, entre ellas, cómo se hacían los niños. Y ella no sabía si decirle
que los traía la cigüeña, si venían de París o decirle una verdad
camuflada. Sonrió, tiernamente, cuando vio a Jaime abrazar a su hermano
Luis mientras le decía que no se preocupase por nada, que él sería su
Superman. Porque a Luis le llamaba la atención Superman, porque aunque
fuese diferente, seguía siendo un niño. Sonrió de alivio cuando le
concedieron una plaza a Luis en un centro especial. Sonrió, emocionada,
cuando Luis empezó a aprender los primeros acordes de guitarra. Sonrió,
de orgullo, al ver que cumplían años y más años sus dos hijos. Pero el
día que realmente sonrió de felicidad fue el día que Luis aprendió a
atarse los cordones, y es que ese día vio a Luis tan feliz, que a ella
se le saltaron las lágrimas de la alegría mientras le decía, sí, muy bien, cariño, así se hace,
y se lo comía a besos y dejaba que Luis hiciera y deshiciera, hiciera y
deshiciera, y así hasta que se cansó porque ya empezaba a haber mucha
gente mirándolo. Primero la educadora y su madre, después su hermano
Jaime, después Paco, después unos niños especiales que todavía se
estaban peleando con los cordones y por último una payasa de hospital
que pasaba por allí. Ese día Conchita le compró a Luis unos zapatos
negros con cordones que serían sus zapatos negros de cuando va a tocar,
y Jaime se encargó de darle la sorpresa a su hermano, que se puso a
aplaudir muy enérgico mientras Jaime, ante su reacción, empezó a decir mamá, parece que esté matando moscas, ¿eh que sí?
Y
aprendió, y qué cosas más sabias. Aprendió que qué más daba si
cincuenta más cincuenta eran cien si a pocas cosas se llegaban a cien en
la vida. No cien euros ni cien caramelos. Sino por ejemplo, a cien
amigos. Todos llegaban a tener unos tres amigos de verdad en su vida. O
unas cuatro parejas que le habían marcado de verdad. O unos cinco
desconocidos que le habían dejado huella porque le habían dado una
lección de vida. Así que para qué complicarse con las matemáticas si dos
y dos son cuatro. Aprendió a hacer de lo más complicado lo más simple,
porque había aprendido a explicárselo todo a Luis así, simple, llano,
con pocas palabras. No se rompía la cabeza como hacían Paco y Jaime
sobre cosas como Napoleón, que ya había muerto y poco iba a hacer, y
consideraba que ya la cultura de poco servía si no era para hablar en la
mesa sin llegar a nada claro porque la gente siempre se confunde con
los años en los que suceden las cosas. Aprendió a tocar la guitarra
gracias a Luis, y aprendió la importancia de alegrarse por las cosas más
simples, como aprender a atarse los cordones. Pero a lo que realmente
aprendió, fue a no darle ni una brizna de preocupación a nada ni
temerle a nada.
Aquél
que va al lado de Jaime con cara de circunstancia y miedo porque se
puede caer ya que ni de lejos puede seguir el ritmo de Jaime y que
intenta mantener el control de todo sujetando la mano de Jaime con
fuerza y apretándose con el dedo índice de la otra mano el puente de las
gafas, así, todo junto y sin pausas, aquel que todavía se hace un
galimatías cada vez que le toca atarse sus zapatos negros de cuando va a tocar
a pesar de ser también un treintañero y que no le gusta que el mundo
vaya tan rápido a su alrededor parece que no está pensando nada pero
está pensando. Está pensando que por qué va tanta gente a despedirse de
Conchita si se llama mamá, y por qué se ha tenido que poner de negro si
él quería ir de color. Y aunque su hermano le hubiese dicho a Paco no te enfades que no entiende la situación,
Luis lo entendió muy bien todo cuando su madre le explicó que dentro
de poco se iría al cielo y le pidió que siempre fuese alegre, como era
él. Especial. Por eso no quería ponerse sus zapatos negros de ir a tocar y quería ponerse su camiseta amarilla favorita. Y aunque no sabe muy bien de esas cosas de las gentes normales
como organizar sus emociones y pensamientos, da las gracias por muchas
cosas a su mamá a quién la gente se ha empeñado en llamar Conchita. Le
da gracias por los treinta años que ha pasado a su lado, a su sonrisa
de alivio cuando le concedieron una plaza en el centro especial, a su
sonrisa de orgullo cuando aprendió los primeros acordes de guitarra y
cuando sonrió de felicidad cuando aprendió a atarse los cordones de los
zapatos. Y sobre todo, le dijo al oído a su madre cuando veía que ella
se apagaba, te quiero mucho, mamá. Y si ves a Dios, dile que haga algo para que el algodón de azúcar no se me quede enganchado en los dedos.
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